Simplemente despierto. Mis ojos buscan la impaciencia de un nuevo día. Mi primer pensamiento se desglosa en tu figura, se mantiene vivo hasta después de desperezarme. Un té tibio espera manchando el interior de una taza que supiste regalarme. Yo en cambio, sin manchas, espero tibiamente un reencuentro profundo.
El reloj va sumando minutos que me llevan a lo racional de mi trabajo. Entre pilas de papeles consigo olvidarte un poco. Todo suma. Varias horas se acumularon en un plazo de tiempo que parece tan fugaz, como los besos que armo con rayos de recuerdos que revientan en mi cabeza.
El sol de la tarde muestra que ya le ganó la pulseada al resto del día. Subo a mi auto y comienzo el viaje. Típico, corto y constante. Los kilómetros van armando un mundo preciso. Una hora de soñador, de loco y de poeta berreta. El tramo suficiente para reconciliarme y volver a dejarte; para reprocharte y desearte; para halagarte y pelearte; para matarte de mi recuerdo para siempre y adjudicarme tus pasiones sin precedentes.
Allí vago. Me hago amigo de mi soledad. Me descubro, pero me doy cuenta que no me conozco. Busco soluciones al mundo, aunque comprendo que no puedo solucionarme.
La vuelta se torna tediosa. A veces música, otras tantas, partidos. La noche me ganó la riña; la ruta aumentó el deseo de tenerte en el asiento del lado. Los sonidos del silencio interior, aseguran que se necesita de tu compañía.
De nuevo en casa. Prontamente mis ojos se cerraran buscando matar un largo extrañar. Igual de pronto volverá a renacer el sol, y me dejará sabiendo que esta rutina me destruye mucho más que la que creía sentír a tu lado.